Con la extraña sensación de que el mundo se detenía frente a él, porporcinándole un amargo y doloroso trago de realidad, observaba estupefacto el álgido cuerpo yacido en el marrón ataúd.
Ya los suspiros eran inútiles y el llanto aún más, el destino había dictaminado y la muerte, afanosamente, hizo su trabajo.
Él, atónito y cada vez más agotado, obervaba las arrugas del desvaído rostro, otorgándoles a cada una de ellas una fecha y un acontecimiento, queriendo, inútilmente, darle solemnidad a la torcida vida que llevó aquel sujeto.
Cansado de tratar lo imposible subió la mirada y fue en ese instante cuando sintió conocer la miseria.
Ningúna lágrima por el difunto, ningún alma acongojada habitaba el salón velatorio, se respiraba un aire de paz, un por fin anhelado momento por muchos.
La viuda abrazaba a su hijo menor, el cual, mezcla de tenue pena y espesa tranquilidad, justificaba su presencia como una pseudo olbigada gratitud, más que mal, tan niño, no alcanzó a albergar un desprecio
descomunal, como el que el hijo mayor había cultivado dentro de si.
Y este último como tal, hacía bien su papel de maestro de ceremonia...
Su mirada se posó en ese joven, y en milésimas de segundos se conectó con su vacío afectivo, fracciones ínfimas del infinito tiempo le mostraron el desinterés por la pérdida, y quizás hasta la satisfacción por esta. Este no era más que un trámite ceremonioso, que inexorablemente cambiaría la vida de los que quedaron, pues quién se fué no era más que un obstáculo para la cansada felicidad que no encontraba forma ni resquicio para asentarse perpetuamente en sus vidas.
Contra su escepticismo y su dureza comenzaba a experiementar dolor, junto a la extraña sensación de que el mundo se detenía frente a él, porporcinándole un amargo y doloroso trago de realidad, observaba nuevamente, estupefacto, el álgido cuerpo yacido en el marrón ataúd y se veía a si mismo, entiendiendo por fín que sería una bastarda alma en pena, en eterna tortura por saber que su presencia hacía miserable a quienes él retorcidamente quería, pagando sus pecados observando por siempre la felicidad
que trajo su trágica y bienvenida muerte.
Ya los suspiros eran inútiles y el llanto aún más, el destino había dictaminado y la muerte, afanosamente, hizo su trabajo.
Él, atónito y cada vez más agotado, obervaba las arrugas del desvaído rostro, otorgándoles a cada una de ellas una fecha y un acontecimiento, queriendo, inútilmente, darle solemnidad a la torcida vida que llevó aquel sujeto.
Cansado de tratar lo imposible subió la mirada y fue en ese instante cuando sintió conocer la miseria.
Ningúna lágrima por el difunto, ningún alma acongojada habitaba el salón velatorio, se respiraba un aire de paz, un por fin anhelado momento por muchos.
La viuda abrazaba a su hijo menor, el cual, mezcla de tenue pena y espesa tranquilidad, justificaba su presencia como una pseudo olbigada gratitud, más que mal, tan niño, no alcanzó a albergar un desprecio
descomunal, como el que el hijo mayor había cultivado dentro de si.
Y este último como tal, hacía bien su papel de maestro de ceremonia...
Su mirada se posó en ese joven, y en milésimas de segundos se conectó con su vacío afectivo, fracciones ínfimas del infinito tiempo le mostraron el desinterés por la pérdida, y quizás hasta la satisfacción por esta. Este no era más que un trámite ceremonioso, que inexorablemente cambiaría la vida de los que quedaron, pues quién se fué no era más que un obstáculo para la cansada felicidad que no encontraba forma ni resquicio para asentarse perpetuamente en sus vidas.
Contra su escepticismo y su dureza comenzaba a experiementar dolor, junto a la extraña sensación de que el mundo se detenía frente a él, porporcinándole un amargo y doloroso trago de realidad, observaba nuevamente, estupefacto, el álgido cuerpo yacido en el marrón ataúd y se veía a si mismo, entiendiendo por fín que sería una bastarda alma en pena, en eterna tortura por saber que su presencia hacía miserable a quienes él retorcidamente quería, pagando sus pecados observando por siempre la felicidad
que trajo su trágica y bienvenida muerte.