No sólo le habían quitado su libertad, sino también se cagaron en su vida.
Lo vi en su mirada fatigada y desalentada, cuando en mi primera ronda de la tarde, tras las rejas oxidadas le pregunté su nombre. Un escuálido cuerpo se reacomodó en la maltrecha litera, sin interés y mirándome de soslayo respondió, -Abraham-.
No, no sólo le quitaron su libertad, fue más brutal aún en latigazo. Confinado en un frío y maloliente pabellón saturado de incómodas literas, lechos improvisados y cuerpos deambulantes, también tuvo que pasar las horas, de cada uno de los días de su sentencia, sabiendo que, en la calle, ahora quien roba para comer, es su hermano pequeño.